A primera hora de la mañana de un febrero ya lejano, me encontraba en medio de una tensa reunión en el trabajo. Mis informes negativos sobre una actuación industrial de alto calado que implicaba graves prejuicios ambientales, estaban causando preocupación. Sin un informe positivo por mi parte aquella salvajada que una poderosa empresa pretendía hacer, no podía acometerse y decidieron presionarme para cambiar el sentido de mi firma. A pesar de las presiones -algunas de ellas inconfesables- logré mantenerme en mi postura, aunque a un alto precio. Pero como decimos, nunca sabemos lo que la marea va a depararnos y en medio de aquella sórdida reunión mi móvil recibía una llamada desde el 112. Los servicios de emergencia notificaban que una cría de ballena había quedado embarrancada en la playa durante la marea baja y aunque todavía estaba viva, sus constantes vitales se desvanecían por momentos. Aquello bastó para poner fin unilateralmente a mi participación en aquel esperpento y para sorpresa de todos me levanté, cogí el equipo de buceo y nos fuimos a toda prisa hasta la playa.
A los pocos minutos ya estábamos allí, siguiendo los protocolos de emergencia para cetáceos varados la costa andaluza. Nos encontrábamos ante una cría de Rorcual Aliblanco (Balaenoptera acutorostrata), que se había despistado de su madre para terminar atrapada en un bajío de la playa durante la marea baja. Estaba extremadamente delgada, aguardando una muerte lenta por hipertermia y deshidratación. En esta época del año se produce la migración de las madres acompañadas de sus crías procedentes del Ártico, con destino hacia latitudes tropicales africanas. En su camino anual hacen acto de presencia en las costas andaluzas del Golfo de Cádiz.
El pronóstico era claro: a la debilitada cría no le quedaba mucho tiempo de vida. Llevaba varias horas expuesta al aire y su piel se rompía a trozos con solo rozarla. La temperatura corporal se había elevado hasta el límite y la sangre apenas circulaba por el cuerpo entumecido, porque su propio peso fuera del agua colapsaba los vasos sanguíneos. Los débiles reflejos clínicos alertaban sobre su precario estado, aunque algo nos decía que la joven ballena aún quería sobrevivir. Por regla general llegan ya muertas o moribundas, pero esta vez pensamos que a lo mejor valdría la pena intentarlo, a pesar de su preocupante delgadez. Por suerte ese día nos encontrábamos allí una gran cantidad de personas del equipo, incluyendo técnicos, compañeros del SEPRONA de la Guardia Civil, Policía Autonómica y voluntarios, todos decididos a echar el resto para sacarla adelante.
Pero tal vez habíamos llegado tarde. La frecuencia respiratoria estaba por debajo de lo esperado, a casi la mitad de respiraciones por minuto y la cardíaca demasiado acelerada; era una carrera contra el reloj en la que cada minuto que la cría se mantenía con vida, era una batalla ganada. De inmediato y para rehidratarla, dispusimos una cadena humana para traer cubos de agua desde la orilla, que se encontraba en la bajamar a más de cincuenta metros. Otros le administrábamos suero con una sonda y aplicábamos con cuidado cremas especiales por toda la piel, con el fin de evitar un mayor deterioro de la epidermis y con ello la pérdida de cualquier esperanza de recuperación. JR y yo sacudíamos regularmente su cuerpo reactivando la circulación de la sangre, al tiempo que monitoreábamos los parámetros cardíacos y respiratorios para comprobar la respuesta a los cuidados de emergencia que le proporcionábamos.
El ritmo era frenético, aunque trabajábamos organizadamente, cada uno con un cometido. Sin embargo y para nuestra sorpresa, no fueron los cubos de agua, ni las cremas hidratantes, ni tampoco los masajes para estimular la circulación sanguínea; contra toda lógica los cuidados más efectivos para nuestra pequeña visitante resultaron ser los estímulos afectivos. Los cetáceos son criaturas sociales hasta límites que sobrepasan los del ser humano y por tanto tienden a establecer lazos emocionales increíblemente fuertes con sus seres cercanos. Por esta razón los protocolos dicen que una de las primeras tareas pasa por tranquilizar al paciente y darle “calor humano” y suplir así la ausencia de la madre. No hacen falta conocimientos ni estudios universitarios para dar cariño a un ser vivo, es tan solo cuestión de sensibilidad y por difícil que pueda parecer, lo cierto es que su respuesta ante esta terapia “emocional” surtió efecto inmediato. Unos pocos minutos de caricias y susurros al oído bastaron para que sus constantes vitales empezaran a recuperarse, casi de forma milagrosa.
Esta es nuestra pequeña, junto a un bombero voluntario de Punta Umbría. Uno de los muchos que aquel día echaron el resto para lograr lo que parecía imposible. |
En ese momento pensamos que tal vez lo lograríamos, aunque la situación seguía siendo crítica. Uno tras otro, los cubos de agua seguían cayendo sobre nuestro bebé gigante y a las dos horas ya disfrutaba de una pequeña piscina improvisada que habíamos cavado bajo su cuerpo en la arena de la playa. La cubrimos de toallas empapadas para mantenerla hidratada y protegerla frente a los rayos solares.
Por fin abrió los ojos, que habían estado cerrados desde que llegamos unas horas antes. Esto nos dio ánimos para seguir acarreando más cubos, porque las fuerzas ya comenzaban a fallarnos. Pero las mayores dosis de ánimo nos llegaron cuando nos dimos cuenta de que le gustábamos. La cría se había encariñado de nosotros, tanto como nosotros de ella. Algunos de los guardias civiles se emocionaron, porque nunca habrían imaginado algo parecido. Sin duda nuestra presencia le reportaba estímulos positivos, hasta el punto que cada vez que nos retirábamos a descansar unos minutos, su frecuencia respiratoria y cardíaca se alteraban y solo se restablecían al acudir rápidamente para darle caricias y susurros: ¡¡definitivamente le gustábamos!!
Administrando fármacos por vía intramuscular, según aconsejan los protocolos de atención a cetáceos varados. Otra parte más de las tareas de rescate. |
Ya respiraba bien y su corazón funcionaba. Su piel ya no se deshacía y habíamos conseguido estabilizarla. El bebé nos seguía con la mirada sin perdernos de vista un instante, especialmente a JR, Justo y a mi,. Habíamos logrado estabilizarla y sacarla de una muerte inminente, un caso entre cien. Sin embargo estábamos agotados. Habían sido varias horas sin descanso, comida, agua y helados de frío en una mañana invernal, calados hasta los huesos. Los brazos apenas respondían para continuar trayendo cubos de agua.
La primera fase había sido un éxito y por raro que parezca no estábamos contentos ¿qué iba a ser de la pobre ballena? Estaba demasiado delgada y sin los cuidados maternos no tenía futuro. No teníamos noticias de que la madre estuviera esperándola en aguas cercanas, suponiendo que estuviera viva. De nada servirían todos los cuidados que le habíamos dado, si no se reunía pronto con su madre. Todavía quedaban por delante varias horas de sol abrasador antes de que la llegada de la pleamar permitiera cualquier intento de devolverla a su medio. La ballena aún estaba débil para resistir el estrés de un intento de reflotación y la orilla estaba lejos para transportar su peso entre un puñado de personas con evidentes síntomas de cansancio. A pesar de todo lo más preocupante era la traicionera barrera de arena sumergida que discurría paralela a la playa; aún en el caso de lograr llevarla hasta la orilla, la barra impediría que una vez en el agua la cría accediera a mar abierto para reencontrarse con su madre. Era la misma barra que le había hecho embarrancar horas antes, como a tantos otros cetáceos que habían perdido la vida en esta trampa natural. A estas alturas la pequeña se había convertido en uno de nosotros. Habíamos conseguido restablecer su respiración y frecuencia cardíaca y no dudábamos de que disfrutaba de nuestra compañía. Lo que horas antes parecía una estadística de bajas, ahora parecía posible: devolverla a su medio.
Justo (a la derecha de la imagen) con agentes del SEPRONA, bomberos de Punta Umbría y Protección Civil acarreando cubos para hidratar a la ballena. |
Una vez valoradas todas las alternativas, optamos por esperar algunas horas más hasta la pleamar e intentar reflotarla. La jovencita debía recuperarse del todo, aunque nosotros ya no dábamos más de si. La operación conllevaba dificultades técnicas y no disponíamos de muchos intentos. Primero tendríamos que llevarla hasta el agua, lo que era una tarea titánica en vista de su peso. En segundo lugar no debería haber oleaje fuerte, para poder mantenernos en pie y controlar a la mole en la zona de rompientes. En tercero, la marea debía ser lo suficientemente alta como para rebasar la maldita barra de arena que impedía el acceso a mar abierto y, por último, pero más importante, que la madre la estuviera esperando por los alrededores. En definitiva, demasiadas coincidencias para que todo saliera bien. Por sí sola la pequeña moriría de hambre o depredación por orcas o tiburones o nosotros mismos nos veríamos obligados a matarla para evitarle el sufrimiento de una muerte agónica.
Por fin llegó la hora de la verdad. Cuando la marea alcanzó su máximo, unas treinta personas nos dispusimos a mover a nuestra amiga. La colocamos cuidadosamente sobre una lona y en volandas la transportamos en varias etapas hasta la orilla. Una vez en el agua se retiró todo el personal, para quedarnos solamente cuatro de nosotros con ella. Ahora el trabajo consistía en un regreso gradual al mar, asegurándonos de que era capaz de mantenerse a flote. Así permanecimos con el agua por la cintura junto a ella durante un rato, sosteniéndola bajo nuestros brazos entrelazados a modo de camilla y calmándola del estrés del traslado, siempre hablándole cara a cara y acariciándola.
Ya en el agua quedaba lo más difícil: que la pequeña lograse atravesar por sí misma la fatídica barrera de arena. |
Pero ya lo dijo Forerst Gump con su caja de bombones. Cuando ya nos íbamos pasó algo inesperado. De repente la actitud del ballenato se transformó; su cuerpo se tensó como no había hecho antes, abrió sus grandes ojos por completo, expandió las aletas pectorales y estiró la cola. Nos miró fijamente durante unos segundos y con un golpe de cola salió disparada como un torpedo hacia mar abierto. Creímos que iba a ahogarse, por lo que nos aferramos a su cola nadando con ella un buen trecho hacia el mar, hasta que con un segundo golpe de cola se deshizo de nosotros con suavidad. Nadaba ágil y rápida y vimos cómo salvaba la peligrosa barra de arena con una facilidad pasmosa. La perdimos para no volver a verla nunca más. Mediante un agónico esfuerzo, que hoy en día sería incapaz de repetir, logramos ganar la orilla y una vez allí nos quedamos tendidos sobre la arena con hipotermia, a punto del desmayo y físicamente deshechos.
La lancha de vigilancia marítima anduvo patrullando la zona durante varios días, hasta que al tercero Mariano, el piloto, nos llamó para darnos la noticia: “avistada a pocas millas de zona hembra de rorcual aliblanco junto a cría con descripción y marcas que coinciden con cría atendida en playa”.
Aquella joven ballena había conseguido muchas cosas. Me salvó de una reunión de trabajo en la que me pedían ser lo que no soy. También hizo que un grupo de personas desconocidas nos uniéramos por una única causa sin esperar nada a cambio y lo más importante de todo: la pequeña ballena luchó por su supervivencia, enseñándonos que hay que saber batallar cuando todo parece perdido.
Finalmente lo había conseguido, al menos salir hacia mar adentro y no morir aquel día. Quiero pensar que hoy, varios años después, ahí fuera en algún lugar del océano hay una ballena que se cruzó en nuestro camino.
Y esta fue una de las notas de prensa del día siguiente. |
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